jueves, febrero 21, 2013

EL DECIMOTERCERO APÓSTOL




I

Era el año 67 de Nuestro Señor. Saulo de Tarso observaba a la muchedumbre enfervorizada que esperaba su ejecución. No estaba asustado, ni nervioso, no llevaba ira en su corazón, sólo trataba de pensar rápido para enviar su mensaje antes del último estoque.

En su memoria se agolpaban las imágenes que recibió durante su encarcelamiento, cuando tiempo atrás permaneció encerrado en su propia casa con un centinela en la puerta. Dos largos años en que no había mucho que hacer, no podía predicar, luego rezaría y hablaría con su Dios. Y rezó y habló, mas el ser que lo escuchaba no era el esperado. Era un hombre extraño en su vestir, de otro tiempo quizás; no sabía su nombre pero él lo llamaba <>; percibió en él una apacible sabiduría y capacidad de entendimiento, así que le transmitió sus visiones: su muerte, su tumba cercana a la desembocadura del Tiber, una piedra grabada, la bella basílica construida en el imperio de un tal Constantino, un terremoto, el incendio devastador, el lugar dedicado a notables peregrinaciones… Todo lo que Saúl veía, aquel hombre lo soñaba, creándose un vínculo que traspasaba las barreras del tiempo.

El griterío le hizo regresar al 29 de junio, fuera de las puertas de Roma, al cadalso donde se encontraba dispuesto a morir como noble y traidor para unos, como el primero después del único para otros. Sin duda el miedo ya no habitaba en su mente, tan sólo su cuerpo temblaba por el frío de la mañana y la terrible evocación de Pedro, estimado amigo y compañero, crucificado boca abajo la noche anterior.

Enfocó la mirada hacia delante, con el afán de reconocer alguno de los rostros. Entonces la vio. Y, sabiendo al fin donde morarían sus restos, suspiró hondo. Ya estaba preparado. No tuvo ocasión de respirar de nuevo. El afilado brillo del metal atravesó su carne y su testa se separó para siempre del cuerpo mártir de Saulo, el fariseo que abrazó la fe de Cristo Jesús y entregaba su alma como Pablo. La abundante sangre manchó el vestido de Lucilla, que sepultó los restos del incansable viajero en una tumba de su propiedad, en la Vía Ostiense.

La cabeza del ejecutado tuvo aún ocasión de lanzar dos pensamientos; “Cuánto más débil soy, soy más fuerte”; “Quien se desanime, que no me haga desanimar”; al tercer golpe sus ojos se cerraron del todo, no sin antes escapar su luz, libre hacia los cielos, hacia la vida.


II

Giorgio Filippi admiraba el monasterio de trapenses en el sitio conocido como <>, donde la tradición cuenta que brotó una fuente a cada golpe que dio la cabeza del Apóstol San Pablo el día de su ejecución, consecuencia inevitable de la terrible persecución y posterior martirio a que fue sometido por Nerón y los judíos. Era el Jubileo del año 2000 y, con motivo del acontecimiento, decidió disfrutar un poco de su tiempo para ejercer como turista relajado y observador, antes de la reunión que tenía con el obispo Marcello Costalunga. Era éste, además de íntimo amigo de su padre, el administrador pontificio de la basílica de San Pablo Extramuros.
La reunión era importante, no, esencial en su carrera arqueológica. Las palabras que escuchó mientras dormía tres semanas atrás, la noche de su cumpleaños se presentaron como el más interesante de los regalos que recibió aquel día y fueron definitivas. “Yo puedo mostrarte los trofeos de los apóstoles. Si te acercas al Vaticano o a la Vía de Ostia, encontrarás los trofeos de quienes fundaron esta iglesia”. Ya no tenía dudas de lo que debía hacer. En sueños anteriores vio el rostro de aquél que le guiaba, con mensajes sutiles y acertados. Y aquí se hallaba, frente a las puertas del Vaticano, dispuesto a perseguir su meta. Cada vez estaba más cercano a su objetivo: recuperar los restos del Apóstol de los Gentiles que habían quedado envueltos en el misterio

La interlocución de Marcello ante Juan Pablo II fue trascendental sin duda, ya que éste autorizó de inmediato el inicio de los sondeos arqueológicos en la zona. Era en junio de 2002 cuando Giorgio se encontraba rezando ante el altar mayor de la basílica y un repentino rayo de luz se coló en dirección al antiestante de San Timoteo; al seguir con su mirada el recorrido del resplandor pudo ver la pequeña cavidad por la que comenzaron a cavar un túnel, no muy grande, de un metro de alto y poco más de 50 centímetros de ancho que les llevó hasta la esperada lápida de mármol con la inscripción: <> a la que le faltaban las tres últimas letras (yri) debido a la inevitable huella del tiempo.

Por fin, en mayo de 2003 Filippi dirigía los procedimientos de extracción del sarcófago y del contenedor de reliquias que lo acompañaba en su escondite de ultratumba.


III
Giorgio Filippi recordaba ahora los acontecimientos -sueños y esfuerzos- vividos durante años, y sonreía orgulloso ante la multitud que esperaba su discurso. No sabía como iba a explicar su acierto pero él tenía presente que los presagios de otro hombre fueron la luz en su camino.